sábado, 25 de octubre de 2008

Estrella fugaz

Por Manuela Moore

Me mira. Sí, me mira. ¡Ah! Qué mirada tan penetrante y sabrosa.

Me invita. Sí, me invita a acercarme; sus ojos lo hacen por él.

Y se va. Se va. Se va sin decir ni hola. Se va con su mirada deseosa llenita de decepción.

Y yo lo miro irse. Sí, lo miro irse. Y me quedo parada –ahí, plantada– extrañando algo que nunca tuve, admirando algo que no me atreví a tener.

martes, 21 de octubre de 2008

Reflexionando

Por Manuela Moore

La vida es un torbellino que no para de girar.
El destino es un tejido de nudos insospechados.
Las Moiras son seres caprichosos que experimentan con nosotros –pobres mortales– hechos de distintos olores, sabores y demás sensaciones.
El tiempo es un castigador inexorable, un precursor de cambios.
La muerte es el verdugo cruel que espera ante la horca del final de nuestras vidas.
La enfermedad es la maldición de la existencia, la acechadora eterna, la obsesiva amante.
La locura es la genialidad del disparate.
Y el amor...
El amor es euforia indefinible, danza frenética, excitada sinfonía, incontenible sonrisa, ingenuo canturreo, despiste extremo, desgarrado sufrimiento, espontánea dependencia...

Las Moiras, tejedoras del pentagrama de la vida, adornan el destino con las notas del amor, la enfermedad y la locura para cerrar la existencia con un final de muerte.

Porque todos hemos amado, nos hemos enfermado y hemos estado locos; y todos morimos al llegar el alba de nuestros cuerpos, de nuestras psiques.

Pero no nos angustiemos por los tiempos venideros –con sus amores, enfermedades y locuras–: vivamos el día a día, el ahora, el ya. Mañana todo puede ser distinto, mañana podríamos no estar aquí: mañana podríamos estar muertos.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Intercambio

Por Manuela Moore

Cuando en la luz se va la noche
Las mariposas se llenan de estomago,
La gallina se pone de piel,
Las bocas salen de los gritos
Y las despensas de las velas.

Cuando en el agua se va el día
El calor se llena de cuerpo,
El sucio se vuelve mundo,
El asco es una vida
Y la necesidad una higiene.

Cuando en la coherencia se va la lengua
El sentido no tiene palabras,
La aparición hace su poesía,
La imagen es accidente
Y el enredo es felicidad.

jueves, 3 de julio de 2008

La casa

Por Manuela Moore

Lleno de infancia, de juguetes, de vida, estaba ese espacio; testigo de juegos y peleas, amores y desamores. Convivía en un mundo de disputas matutinas, rutina, en el cual la criatura chillaba, luego de largo rato, para acabar con un griterío donde las palabras –al igual que cuchillos– herían, dolían, desgarraban el alma creando cicatrices incurables, dejando llagas dolorosas. Una vez fue un lugar de paz, sólo interrumpida por el llanto de la recién nacida. Al pasar del tiempo, podían oírse en todos sus rincones melodiosas canciones, las lecciones de la Srta. Yolanda con sus cuentos sobre papá pentagrama, mamá clave de sol, sus hijas las notas y el teclado. La sala, sus tardes felices, su suelo pulido podía observarse repleto de palitos de madera, fragmentos de juegos y fantasías. Tardes de amistad, de compañerismo, de Eduardito y Valentina. El cuarto principal con esa pantalla siempre en Cartoon Network, objeto de adicción: no había quien apartara de allí a aquel abstraído ser. Caía la noche y envolvía de terror la morada; sus puertas observaban insistentemente a una aterrorizada víctima. Pasillos tenebrosos y “el extraño cuarto de atrás” eran suficientes para causar pánico. A veces se oía una respiración asmática de ultratumba que la llamaba por su nombre, tan cerca que era capaz de ponerle los pelos de punta. Encontrábase en la sala un gran espejo, observaba entonces una pequeña a otra con manchas de lechina; una lengua se asomaba para comprobar la inexistencia de las temidas pintas pardas de Pluto, regresando a la boca satisfecha. Con todo, no existía mejor casa en el mundo. Pero un día se fueron los gritos, se fue la niñez y con ella la casa, que no fue más aquella: se había convertido en un apartamento de soltero.

Un vaso de chocolate en la mañana

Por Manuela Moore

Es la mejor forma de empezar el día. Luego de un largo sueño un refrescante vaso de dulce chocolate es lo más esperado; la pareja perfecta de la flojera matutina. Desde el momento en el que empiezan a oírse el abrir y cerrar de gabinetes y el reiterado sonido del batidor golpeando el vaso de vidrio, al mezclar las cucharadas de delicioso cacao procesado, el sueño termina: el momento más anhelado del día ha llegado. Se acerca el vaso a la cama y, sosteniéndolo a él, ella: la hacedora del manjar líquido. Una sonrisa se asoma en la flojera con forma de cuerpo, que se incorpora lo suficiente para alcanzar el vaso. La boca se hace agua mientras agradece. Los dedos sienten la frialdad del cilindro y el exquisito aroma llega rápidamente. La superficie del deseado líquido es toda un cúmulo de diminutas burbujas de aire, a veces formando figuras o letras; generalmente simulando una circular y chata montaña. Al momento de llevarse a la boca el cáliz, el aroma se apodera completamente del cuerpo; es imposible alejar la bebida. Entonces el mundo no existe, desaparece ante la redondez aparente del interior del cilindro desbordante de fría felicidad. Amargor y dulzor se enfrentan en la lengua; al principio parece ganar el dulzor, pero después de tragado el sorbo un sabor amargo recubre la garganta. Y entonces se entiende que nada importa el delicioso dulzor y/o amargor del manjar, porque en realidad el vaso de chocolate sabe a termo de lonchera, a risa contenida, a columpio oscilante, a divina ignorancia, a felicidad absoluta: a tierna infancia. Con la maravillosa bebida en la mano se tornan claros los difusos sueños, tan claros en su momento. Se hace notorio que en un vaso de chocolate se hallan todos los anteriores inmersos: los preparados con Nesquick, los preparados con Chocolisto, los preparados con Toddy, y los mejores: los preparados con Nescao, el pionero de los instantáneos, el extinto, el predecesor del Nesquick. Luego de reconocer el mundo detrás del cilindro transparente, de haberse bebido hasta la última gota, hay un momento de reflexión en el que el catador saborea el último resquicio, siempre más dulce, siempre más concentrado: el premio final del buen amante del chocolate. Entonces el cuerpo se percata de que la energía contenida en el cáliz se va apoderando de su ser; chocolate corre por sus venas: es hora de levantarse. Se abandona la flojera, se abandonan los agradables sueños y el cuerpo acude al desayuno mientras el alma se estira y aguarda un minuto más en la cama recordando el delicioso líquido y añorando el del día de mañana.

lunes, 28 de abril de 2008

Nirvana

Por Manuela Moore

Siempre me he preguntado por qué algunos adultos llaman “chogüí” a toda chuchería salada de color amarillo… Descubrí mi particular fetichismo a los cinco o seis años, cuando le regalé un paquetico de Pepitos a la señora Chila; me quedé mirándolo fijamente, aunque no quería que me diera. Oí el particular sonido del empaque abriéndose, el plástico metalizado crujiendo: me dio un escalofrío y sentí como un sueñito. Agarró el primer palito –el amarillo Nº 5 estaba tan concentrado que lo hacía ver anaranjado–, metió en su boca el cilindrito con forma de maní y me estremecí ante el primer crujido. Una sensación placentera y embelesada se regó por mi cuerpo; no quería dejar de ver, no quería dejar de oír.
Cuando llegué a primaria tomé conciencia de la expansión de mi secreto. A la hora de colorear dibujos sobre efemérides miraba fijamente mi hoja hasta oír aquel delicioso sonido que producían las cartucheras. Amaba que nos mandaran a dibujar, esperaba con ansia oír a alguien buscando algún color. El choque de los lápices de madera producía una melodía relajante, enviciante, escalofriante. Nunca entregaba los dibujos a tiempo, siempre me tardaba más que los demás; aquellos momentos de extremo placer me imposibilitaban el hacer algo: el sentir pasaba a un primer plano, junto con el soñar.
Mi mamá trabajaba en aquel lugar lleno de gente, teléfonos, computadoras, palabras y sonidos. A veces me sentaba a escuchar, sentía placer al captar toda aquella orquesta. Generalmente me centraba en algún sonido específico y, sin necesidad de abrir los ojos, podía ver personas mecanografiando, conversando o caminando. De vez en cuando se dejaban oír, cual baterías en sinfónica, el chirrido de una puerta mal aceitada y el “clac” de algún teléfono. Cuando iba al depósito, y el silencio era grande, siempre estaba Soledad, dispuesta a ver revistas aunque no tuviera capacidad de leerlas. Más de una vez intenté alfabetizarla: la civilizadora que hay en mí se sintió frustrada.
Sole se sentaba frente a mí y yo le pasaba una revista; era precioso mirarla, mirarla pasar las páginas. Me aprovechaba de ella y disfrutaba del sonido brusco que producían sus manos al voltear hojas de papel barnizado. Cuando no había revistas la hacía mirar catálogos de maquillajes, cuadernos míos y hasta libros de geografía. Ella nunca se negó.
Con el paso del tiempo, el ajetreo y el apuro no le dejaron ni un segundo a los sentidos. Sin embargo, años después, me encontré sentada dentro de un pequeño autobús al lado de una señora gorda, gorda, muy gorda, que devoraba chogüís de manera descontrolada. Me quedé embelesada mirando el paquete. El sonido del plástico, el crujir de los palitos y aquella mano de dedos amarillos me hicieron recordar muchas cosas.
Volví a preguntarme por qué algunos adultos llaman “chogüí” a toda chuchería salada de color amarillo, volví a ver ese mundo lleno de bocas y manos amarillas comiendo Pepitos; de niños jurungando cartucheras repletas de colores; de personas tecleando palabras; de gente conversando. Y en un trono, en la cima de una montaña de revistas, volví a ver a Soledad, absorta en el tosco pasar de las páginas. Entonces volví a sentir, volví a sentirlo todo; volví al nirvana y al orgasmo supremo. Cuando estuve lo suficientemente cerca, Soledad me miró; de su boca salieron catorce palabras escritas en Word: “Vo kozxvi vhgz vn glwzh kzigvh, hlol szb jfv hzyvi wvevoziol kziz klwvi hvngriol”. Luego observó su revista y pasó una página.
—Te estás babeando —dijo la gorda. Y miré el charco de mi pantalón.

jueves, 7 de febrero de 2008

El autobús

Por Manuela Moore
La semana pasada llegué al autobús en la rayita, me había quedado más tiempo del necesario en el metro. La cuestión es que se montó un señor diciendo algo sobre una enfermedad y ofreciendo tarjeticas con vírgenes y oraciones por algo de real. Yo le dije que a mí no me diera ninguna, porque sinceramente esas cosas no van conmigo; de todas maneras, le di quinientos bolos –o medio bolívar fuerte, ya que hay que irse acostumbrando–.
Y sí, bueno, te preguntarás por qué no le acepte la cosa al señor; el signo de interrogación de tu cara lo dice todo. Equis: te cuento. Tú sabes que yo siempre he sido un escéptico, creo que es la razón de mi constante búsqueda. La broma es que yo siempre he ido de religión en religión, de creencia en creencia; a mí nada me convence, chico.
Nací católico, apostólico y romano. Digo católico porque uno de esos padres me echó agua “bendita”; mi primer baño, tengo entendido, porque mi mamá es tan fervorosa que llamó al padrecito de la iglesia de enfrente del hospital para que me echara el agüita teniendo apenas una hora de nacido y, ¡bueh!, hice la primera comunión porque me la exigían en el colegio. Digo apostólico porque ¿quién más apostólico que alguien llamado Juan Pablo Mateo? Y, romano… ¡bueno, chico!, porque mi papá es un italiano capitalista, y cuando digo capitalista me refiero a que es de la capital.
¿Qué es lo que te estaba contando? ¡Ah! ya; sí, sí: lo que he hecho por la necesidad de creer en algo… apropósito que ya por ese lado podría descartar el nihilismo como creencia personal. Me desvío, me desvío: el catolicismo. Desde que hice la primera comunión sentí que eso de caletrearme los rezos y canciones que iban hacia Dios no debía estar bien; creí que tenía que haber algo más, una religión de oraciones espontáneas, de verdadera comunicación espiritual. Desde ese momento dejé de tener fe en el catolicismo; pasé unos cuantos años sin tener religión, ni preocuparme por ella; después empezó mi búsqueda de la verdad.
Uno de esos típicos días en el que perdí el autobús, una mujer delgada de falda larga me persiguió desde adentro del metro, con pose de estatua de la libertad, ofreciéndome una especie de folletico con la mano derecha y sosteniendo un libro negro con la mano izquierda; hablaba de algo así como la salvación. Decidí huirle porque pensé que podía ser una hippie queriendo drogarme y robarme. Luego de que le echaran burundanga a mi primo en un lugar, en teoría, seguro; todo es posible. Ya no me confío de las santicas con cara de que no rompen un plato, ni siquiera con Biblia en mano –sí, luego me enteré de que el libro negro era una Biblia–: ¿quién sabe si eso de sostener un libro como ese era una especie de recurso hamponil? La cosa es que después me enteré de que la tipa no era ninguna fumona ni ladrona, sino que era una de estas fanáticas que van todos los viernes a la “Oración fuerte al espíritu santo”; lo supe porque mi tía se metió en eso a causa de ella. Me sentí medio chimbo por pensar que alguien como ella me quería hacer algo; esa mujer sólo pecaba de crayola. El día que me la encontré en la camionetica la dejé hablar sobre su Dios, su sanación y su verdad; la cuestión es que no sé si fue cómo me hablo o lo que dijo lo que hizo que me convenciera; el caso es que, de cualquier forma, estaba en la sede principal de Chacaito el viernes siguiente: bien vestido, perfumado y con mi rosa mística.
Uno de esos días desperté, me di cuenta de lo que estaba haciendo y decidí romper relaciones con todos los del “centro de ayuda espiritual” antes de que filmaran mi testimonio y me viera toda Venezuela o, al menos, la mitad de ella. En esos días no me quedaba a conversar en el metro, salía desmachetado a agarrar el autobús sin darle tiempo a nadie de por allí a que pudiera reconocerme. La táctica me funcionó, huí de ellos por seis meses; luego no fue necesario correr, ya no recordaban mi cara. Entonces fue cuando volví a mis rutinarias y largas despedidas de metro y a perder de nuevo el autobús por extrovertido.
Luego tuve una novia judía de la que me enamoré perdidamente: Sharon. Tanto la quería que acepté volverme judío para poder casarme con ella; sinceramente, yo no le vi ningún problema al asunto: comí kosher, celebré el hanuka, ayuné los sábados y hasta estaba dispuesto a hacer el barnitzva; claro, eso antes de enterarme de que, para hacerlo, debía, además de aprender oraciones en hebreo, cortarme el prepucio: ¡no joda! Ahí terminó mi judaísmo.
Y, bueno, después pasé por un sin fin más de religiones que, básicamente, no se aplicaron a mis necesidades adorativas; decidí ser teísta, y así opté por creer en Dios sin necesidad de religión. Entonces seguí con mi vida, con mis conversaciones y con mi corre-corre para llegar al autobús; hasta que un día vi, desde la esquina, que la camionetica ya estaba arrancando, me lancé como alma que lleva el diablo por la calle del Broadway y me le planté en medio de la avenida, obligándola a frenar: esta vez no me iba a dejar. El autobusero puso cara de susto; había arrancado a toda velocidad, aprovechando que tenía el semáforo, para entrar en la avenida, en verde. Yo fui a parar debajo de las ruedas del autobús. Mi búsqueda de la verdad y la religión, mis largas conversaciones en el metro, mi progresiva costumbre al bolívar fuerte… todo se evaporó con la violencia de un charco zuliano, todo a causa de los frenos. Sólo quedaron mi cuerpo destruido y mis dudas insatisfechas, éstas que ahora conoces tú y que probablemente olvidarás muy rápido y para siempre.