jueves, 3 de julio de 2008

La casa

Por Manuela Moore

Lleno de infancia, de juguetes, de vida, estaba ese espacio; testigo de juegos y peleas, amores y desamores. Convivía en un mundo de disputas matutinas, rutina, en el cual la criatura chillaba, luego de largo rato, para acabar con un griterío donde las palabras –al igual que cuchillos– herían, dolían, desgarraban el alma creando cicatrices incurables, dejando llagas dolorosas. Una vez fue un lugar de paz, sólo interrumpida por el llanto de la recién nacida. Al pasar del tiempo, podían oírse en todos sus rincones melodiosas canciones, las lecciones de la Srta. Yolanda con sus cuentos sobre papá pentagrama, mamá clave de sol, sus hijas las notas y el teclado. La sala, sus tardes felices, su suelo pulido podía observarse repleto de palitos de madera, fragmentos de juegos y fantasías. Tardes de amistad, de compañerismo, de Eduardito y Valentina. El cuarto principal con esa pantalla siempre en Cartoon Network, objeto de adicción: no había quien apartara de allí a aquel abstraído ser. Caía la noche y envolvía de terror la morada; sus puertas observaban insistentemente a una aterrorizada víctima. Pasillos tenebrosos y “el extraño cuarto de atrás” eran suficientes para causar pánico. A veces se oía una respiración asmática de ultratumba que la llamaba por su nombre, tan cerca que era capaz de ponerle los pelos de punta. Encontrábase en la sala un gran espejo, observaba entonces una pequeña a otra con manchas de lechina; una lengua se asomaba para comprobar la inexistencia de las temidas pintas pardas de Pluto, regresando a la boca satisfecha. Con todo, no existía mejor casa en el mundo. Pero un día se fueron los gritos, se fue la niñez y con ella la casa, que no fue más aquella: se había convertido en un apartamento de soltero.

Un vaso de chocolate en la mañana

Por Manuela Moore

Es la mejor forma de empezar el día. Luego de un largo sueño un refrescante vaso de dulce chocolate es lo más esperado; la pareja perfecta de la flojera matutina. Desde el momento en el que empiezan a oírse el abrir y cerrar de gabinetes y el reiterado sonido del batidor golpeando el vaso de vidrio, al mezclar las cucharadas de delicioso cacao procesado, el sueño termina: el momento más anhelado del día ha llegado. Se acerca el vaso a la cama y, sosteniéndolo a él, ella: la hacedora del manjar líquido. Una sonrisa se asoma en la flojera con forma de cuerpo, que se incorpora lo suficiente para alcanzar el vaso. La boca se hace agua mientras agradece. Los dedos sienten la frialdad del cilindro y el exquisito aroma llega rápidamente. La superficie del deseado líquido es toda un cúmulo de diminutas burbujas de aire, a veces formando figuras o letras; generalmente simulando una circular y chata montaña. Al momento de llevarse a la boca el cáliz, el aroma se apodera completamente del cuerpo; es imposible alejar la bebida. Entonces el mundo no existe, desaparece ante la redondez aparente del interior del cilindro desbordante de fría felicidad. Amargor y dulzor se enfrentan en la lengua; al principio parece ganar el dulzor, pero después de tragado el sorbo un sabor amargo recubre la garganta. Y entonces se entiende que nada importa el delicioso dulzor y/o amargor del manjar, porque en realidad el vaso de chocolate sabe a termo de lonchera, a risa contenida, a columpio oscilante, a divina ignorancia, a felicidad absoluta: a tierna infancia. Con la maravillosa bebida en la mano se tornan claros los difusos sueños, tan claros en su momento. Se hace notorio que en un vaso de chocolate se hallan todos los anteriores inmersos: los preparados con Nesquick, los preparados con Chocolisto, los preparados con Toddy, y los mejores: los preparados con Nescao, el pionero de los instantáneos, el extinto, el predecesor del Nesquick. Luego de reconocer el mundo detrás del cilindro transparente, de haberse bebido hasta la última gota, hay un momento de reflexión en el que el catador saborea el último resquicio, siempre más dulce, siempre más concentrado: el premio final del buen amante del chocolate. Entonces el cuerpo se percata de que la energía contenida en el cáliz se va apoderando de su ser; chocolate corre por sus venas: es hora de levantarse. Se abandona la flojera, se abandonan los agradables sueños y el cuerpo acude al desayuno mientras el alma se estira y aguarda un minuto más en la cama recordando el delicioso líquido y añorando el del día de mañana.