jueves, 7 de febrero de 2008

El autobús

Por Manuela Moore
La semana pasada llegué al autobús en la rayita, me había quedado más tiempo del necesario en el metro. La cuestión es que se montó un señor diciendo algo sobre una enfermedad y ofreciendo tarjeticas con vírgenes y oraciones por algo de real. Yo le dije que a mí no me diera ninguna, porque sinceramente esas cosas no van conmigo; de todas maneras, le di quinientos bolos –o medio bolívar fuerte, ya que hay que irse acostumbrando–.
Y sí, bueno, te preguntarás por qué no le acepte la cosa al señor; el signo de interrogación de tu cara lo dice todo. Equis: te cuento. Tú sabes que yo siempre he sido un escéptico, creo que es la razón de mi constante búsqueda. La broma es que yo siempre he ido de religión en religión, de creencia en creencia; a mí nada me convence, chico.
Nací católico, apostólico y romano. Digo católico porque uno de esos padres me echó agua “bendita”; mi primer baño, tengo entendido, porque mi mamá es tan fervorosa que llamó al padrecito de la iglesia de enfrente del hospital para que me echara el agüita teniendo apenas una hora de nacido y, ¡bueh!, hice la primera comunión porque me la exigían en el colegio. Digo apostólico porque ¿quién más apostólico que alguien llamado Juan Pablo Mateo? Y, romano… ¡bueno, chico!, porque mi papá es un italiano capitalista, y cuando digo capitalista me refiero a que es de la capital.
¿Qué es lo que te estaba contando? ¡Ah! ya; sí, sí: lo que he hecho por la necesidad de creer en algo… apropósito que ya por ese lado podría descartar el nihilismo como creencia personal. Me desvío, me desvío: el catolicismo. Desde que hice la primera comunión sentí que eso de caletrearme los rezos y canciones que iban hacia Dios no debía estar bien; creí que tenía que haber algo más, una religión de oraciones espontáneas, de verdadera comunicación espiritual. Desde ese momento dejé de tener fe en el catolicismo; pasé unos cuantos años sin tener religión, ni preocuparme por ella; después empezó mi búsqueda de la verdad.
Uno de esos típicos días en el que perdí el autobús, una mujer delgada de falda larga me persiguió desde adentro del metro, con pose de estatua de la libertad, ofreciéndome una especie de folletico con la mano derecha y sosteniendo un libro negro con la mano izquierda; hablaba de algo así como la salvación. Decidí huirle porque pensé que podía ser una hippie queriendo drogarme y robarme. Luego de que le echaran burundanga a mi primo en un lugar, en teoría, seguro; todo es posible. Ya no me confío de las santicas con cara de que no rompen un plato, ni siquiera con Biblia en mano –sí, luego me enteré de que el libro negro era una Biblia–: ¿quién sabe si eso de sostener un libro como ese era una especie de recurso hamponil? La cosa es que después me enteré de que la tipa no era ninguna fumona ni ladrona, sino que era una de estas fanáticas que van todos los viernes a la “Oración fuerte al espíritu santo”; lo supe porque mi tía se metió en eso a causa de ella. Me sentí medio chimbo por pensar que alguien como ella me quería hacer algo; esa mujer sólo pecaba de crayola. El día que me la encontré en la camionetica la dejé hablar sobre su Dios, su sanación y su verdad; la cuestión es que no sé si fue cómo me hablo o lo que dijo lo que hizo que me convenciera; el caso es que, de cualquier forma, estaba en la sede principal de Chacaito el viernes siguiente: bien vestido, perfumado y con mi rosa mística.
Uno de esos días desperté, me di cuenta de lo que estaba haciendo y decidí romper relaciones con todos los del “centro de ayuda espiritual” antes de que filmaran mi testimonio y me viera toda Venezuela o, al menos, la mitad de ella. En esos días no me quedaba a conversar en el metro, salía desmachetado a agarrar el autobús sin darle tiempo a nadie de por allí a que pudiera reconocerme. La táctica me funcionó, huí de ellos por seis meses; luego no fue necesario correr, ya no recordaban mi cara. Entonces fue cuando volví a mis rutinarias y largas despedidas de metro y a perder de nuevo el autobús por extrovertido.
Luego tuve una novia judía de la que me enamoré perdidamente: Sharon. Tanto la quería que acepté volverme judío para poder casarme con ella; sinceramente, yo no le vi ningún problema al asunto: comí kosher, celebré el hanuka, ayuné los sábados y hasta estaba dispuesto a hacer el barnitzva; claro, eso antes de enterarme de que, para hacerlo, debía, además de aprender oraciones en hebreo, cortarme el prepucio: ¡no joda! Ahí terminó mi judaísmo.
Y, bueno, después pasé por un sin fin más de religiones que, básicamente, no se aplicaron a mis necesidades adorativas; decidí ser teísta, y así opté por creer en Dios sin necesidad de religión. Entonces seguí con mi vida, con mis conversaciones y con mi corre-corre para llegar al autobús; hasta que un día vi, desde la esquina, que la camionetica ya estaba arrancando, me lancé como alma que lleva el diablo por la calle del Broadway y me le planté en medio de la avenida, obligándola a frenar: esta vez no me iba a dejar. El autobusero puso cara de susto; había arrancado a toda velocidad, aprovechando que tenía el semáforo, para entrar en la avenida, en verde. Yo fui a parar debajo de las ruedas del autobús. Mi búsqueda de la verdad y la religión, mis largas conversaciones en el metro, mi progresiva costumbre al bolívar fuerte… todo se evaporó con la violencia de un charco zuliano, todo a causa de los frenos. Sólo quedaron mi cuerpo destruido y mis dudas insatisfechas, éstas que ahora conoces tú y que probablemente olvidarás muy rápido y para siempre.